El paciente-cliente es el centro de la atención sanitaria y otros cuentos.

Hace unas semanas asistí a un Congreso de Calidad Asistencial. He de decir que no me sobraba motivación para acudir al evento, y es que como todos sabemos, en ocasiones, este tipo de reuniones no hace más que ser un muestrario de buenas intenciones con escasos resultados. Pero no nos distraigamos, vayamos directamente al asunto.
Después de las formalidades, introducciones, saludos y demás, apareció en escena una señora que afirmaba ser directiva de una Institución Nacional de Calidad Asistencial. Cuando estaba a punto de dejar volar mi atención hacia solo dios sabe dónde, aquella mujer, a la que llamaremos Helen, lanzó sin piedad a la audiencia una de las historias personales más impactantes que he escuchado.
Helen era empleada de una de las empresas más importantes de energía nuclear del Reino Unido. Su trabajo consistía en hacer evaluaciones de calidad y proponer estrategias de mejora. Su especialidad era encontrar el fallo, localizar al responsable, señalar el procedimiento incorrecto, en resumen, era una experta en la verdad. Como Helen definió, su trabajo no era más que barrer con su mirada experta cada uno de los rincones de la organización sin dejar un centímetro cuadrado. Helen era una profesional de éxito. Viajaba, comía en los mejores restaurantes, se alojaba hoteles exclusivos y mantenía reuniones con personas que manejaban cantidades astronómicas de dinero y que con sus decisiones hacían subir y bajar las bolsas mundiales. Hasta aquí todo correcto.
Una mañana el director general de su empresa la llamó a su despacho y le contó que le acababan de comunicar que en la central nuclear de Chernobil había habido un accidente. Helen, que entre idiomas hablaba ruso, entendió inmediatamente que pasaría los siguientes meses de su vida analizando aquel incidente. Nada que objetar. Tan solo necesitaba unas horas para hacer la maleta y ponerse en camino hacia la cálida madre Rusia.
Helen invirtió semanas analizando millones de datos. Estudió todos y cada uno de los protocolos, los circuitos de información, los sistemas de transmisión de datos, entrevistó a cientos de jefes, subjefes, burócratas y políticos relacionados con aquel evento y tras varias noches sin dormir redactó un  informe detallado de lo que ella consideraba que había sido la causa del accidente. Al día siguiente un avión privado la llevó de vuelta a Inglaterra, donde presentó ante la plana mayor de la empresa docenas de gráficos y cientos de cifras que ilustraban con cruda claridad lo que había sucedido. Al terminar la reunión el director general tomó la palabra y dijo: “las conclusiones son inaceptables para la empresa, tendremos que definir con claridad lo que vamos a hacer público”. Para Helen esto habría una puerta que jamás en su vida profesional había cruzado. Helen tendría que mentir, y no solo una vez o a una persona. Helen tendría que mentir en la televisión, radios y periódicos, en inglés, en ruso, en alemán y en marciano si hacía falta. Tendría que mentir en contra de sus principios y de su profesión, tendría que dejar de ser una profesional de la verdad para convertirse en una mercenaria de la trola, una trola que se estaba llevando por delante miles de vidas y que, como ella mejor que nadie sabía, se llevaría miles las próximas décadas.
Y Helen encendió el micro y mintió. Pero para que la voz no le temblara, para que las manos no sudaran y sobre todo para no escucharse, Helen le daba un buen trago al mejor vodka. Y así, trago a trago, Helen dejó de ser Helen y se convirtió en un par de meses en una ex alta ejecutiva, ex clienta de restaurantes caros, ex huésped del Hilton y ex cualquier cosa que hubiese sido antes de mezclar vodka con mentiras.
A la vida, que es bastante perra, le costó menos de un año dejar a la pobre Helen sin hogar y sin dinero vagando por las acogedoras calles de Londres, yendo y viniendo del albergue a urgencias y de los servicios sociales a la planta de psiquiatría de diversos hospitales. Helen, como es fácil de imaginar, estaba enfadada con la vida, y como a la vida solo se le puede vencer con una buena dosis de arsénico, saltando desde un puente o concualquier otro método de autolisis, a lo que Helen aún no estaba dispuesta, se dedicó a recorrer las instituciones sanitarias y sociales demostrando sus conocimientos legales a base de quejas, reclamaciones, demandas y gritos. Una idea nos hacemos de lo que un paciente así puede hacer con nuestros nervios.
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Helen se fue haciendo cada vez más popular en la City, así que decidió coger el tren y poner rumbo al hermoso sudoeste inglés. Allí frente a las blancas paredes de piedra de la costa, la vida le ofreció a Helen un billete en el tren de la cordura, y Helen lo agarró con fuerza. Dejó de beber, acudió a terapia, rehizo su vida y volvió a ser parte visible de la sociedad. Paradójicamente, Helen salió de aquella bruma de olor a ginebra como renacida experta en Calidad Industrial, como nueva experta en exclusión social y como nueva experta como paciente. Si unes estos ingredientes y los agitas bien te queda un cocktail de sabiduría que no se puede desaprovechar.
Voy a intentar resumir los mensajes de Helen con pequeñas frases para que esto no quede demasiado largo:
1.     El paciente no está en el centro de la atención sanitaria porque “si estoy en el centro todo el mundo decide por mí”. El paciente debe estar junto al que toma las decisiones. No se habla aquí de médicos, enfermeras, fisios o trabajadores sociales (que también), aquí se habla de equipos de dirección, gerentes, consejeros y políticos.
2.      El paciente, el profesional sanitario y el directivo son ciudadanos. El experto describe y propone y el ciudadano decide. El ciudadano tiene derecho a decidir. Yo solo puedo representarme a mí mismo y tú no puedes representar a nadie más que a ti mismo. El paciente no es un buzón de sugerencias o una encuesta de satisfacción. El lugar del paciente no es el centro. Su lugar está donde se toma la decisión, pero con voz y voto.
3.     El paciente no es el cliente del sistema sanitario. El paciente es parte del sistema porque como ciudadano lo construye y lo mantiene, por lo que debe tener poder de decisión. Esto le da una vuelta de tuerca definitiva a la mandanga esta que nos han contado sobre los usuarios/pacientes/clientes/bla/bla. Cambiar el nombre no modifica el problema, solo lo maquilla.
4.     Las intervenciones de mejora de calidad asistencial que consideran al paciente como una pastilla de jabón que resbala a toda velocidad por los maravillosamente diseñados procesos han fracasado antes de nacer.
5.     Helen recomendó explorar las ideas, creencias y expectativas de los pacientes en nuestras consultas. Para ello propuso utilizar las siguientes tres preguntas:
1.     ¿Cuál cree usted que es el problema, que cree que le sucede?
2.     ¿Cómo cree usted que yo puedo ayudarle o qué espera que yo haga?
3.     ¿Qué cree usted que sería lo más útil para usted?

6.     Helen es ahora directiva de una Institución Nacional de Calidad Asistencial, pero en calidad de experta paciente.

Como conclusión, Helen no solo salvó mi jornada de calidad asistencial, sino que agitó mi enfoque de lo que el paciente es y debe ser.
Tengo que reconocer que al día siguiente utilicé las tres preguntas con mi primer paciente y que aquello cambió de forma radical los planes que tenía, lo que parece lógico porque, hasta ese momento, los planes eran solo míos.
Alfredo S.


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