Hasta aquí hemos llegado
Pasan los días, algunos fugaces casi sin tocarnos,
otros espesos y cansinos como envidiando a los siglos. Algunos traen hechos que
se quedan para siempre, otros sería mejor que no se fueran nunca. Así, poco a
poco, le vamos quitando poco a poco los gajos a la vida, y nos vamos haciendo mayores.
Y dejamos de pensar las mismas cosas, o al menos al pensarlas no nos despiertan
las mismas emociones, y todo se complica un mucho y se hace simple un poco. El
miedo ya no vive en el armario, el amor es cálido, pero ya no duele, las
emociones van tomando un tono suave como de tarde invernal de sábado delante de
una chimenea. Somos los mismos, pero no tanto. Vamos cambiando la piel de vez
en cuando y nos vamos transformando en un alguien distinto al que éramos ayer y
un poco más parecido al que seremos mañana.
Cada uno a su ritmo, y ayudado por los empujones más
o menos cariñosos de la vida, se va haciendo más complejo, con más matices, más
detalles y más color. Afortunadamente,
todo este proceso tiene una vuelta de tuerca practica que me parece
tremendamente interesante. Supongo que desde el punto de vista científico se le
llamara algo así como “desarrollo de
estrategias adaptativas en el proceso de maduración” pero, queriendo decir
lo mismo con menos retórica, a mí me gusta mucho la frase esa de “más sabe el diablo por viejo que por
diablo”. Y empiezas a escuchar de nuevo las charlas de tus padres, y
empiezas ahora a entenderlas, y se mezcla un sentimiento de orgullo por
entenderlos al fin y de vergüenza por haber tardado tanto, y sin querer, te ves
repitiendo la misma tabarra a tus hijos. Supongo que la vida vuelve a dar otra
vuelta y ahora eres tú el que es mirado con esa expresión de “mi pobre padre no
se entera de nada”.
Es curioso cómo, sin saberlo, te vas también preparando
para ponerte cara a cara con tu destino final. La muerte ya no se ve como algo
que solo pasa a los ancianos, sino como otro ingrediente fundamental del pastel
de la vida. Asomarse a esta reflexión da vértigo, pero negarnos esa conversación
con nosotros mismos sería como intentar creer que el único universo real es el
que está a este lado del espejo. No deja de ser interesante conocer como nos gustaría
que fuesen esos últimos momentos y explorar las opciones entre las que nos gustaría
elegir.
Por estas tierras en las que vivo desde hace años
esta conversación se suele mantener más bien pronto que tarde, a veces en el
mismo servicio de urgencias. No hace
falta decir que esta conversación es más relevante en casos de enfermedad
importante, edad avanzada o deterioro de salud real o potencial, o en los casos
en los que el tratamiento propuesto pueda traer como consecuencia un importante
cambio en el estilo de vida o en el nivel de independencia del paciente. Lo que
me resulta interesante desde el punto de vista profesional es la forma en la
que esta decisión se registra en la historia clínica. El documento se llama “Decisión de reanimar y techo de tratamiento”
y en él se señala cuál es límite terapéutico acordado entre el paciente y el
médico. La idea no es sólo que el interesado
decida donde echar el freno a los esfuerzos terapéuticos, sino mantener
informados acerca de esta decisión a los profesionales que intervengan en su
cuidado.
Los escalones de tratamiento van desde medidas de
control de síntomas en casos de cuidados paliativos, antibióticos y fluidos
orales, antibióticos y fluidos intravenosos, ventilación no invasiva y cuidados
intensivos. El documento refleja en la parte superior si es apropiado o no
iniciar maniobras de reanimación cardiopulmonar. Todas estas medidas se basan
en la probabilidad de éxito de las intervenciones o en el impacto en la calidad
de vida de las mismas.
La independencia del paciente, la información acerca
de procedimientos diagnósticos y terapéuticos, el impacto de estos en la vida
presente o futura, el proceso de la muerte, la comunicación entre pacientes y profesionales
y la documentación clínica de estas decisiones configuran un debate complejo y
lleno de matices que merece la pena abordar.
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