Enfermera en Inglaterra
Ya hace más de
dos años y medio que estoy inmerso en esta vivencia autoimpuesta de la
emigración. Y no me quejo. Echo de menos mi mundo o lo que era mi mundo en
España, un mundo del que posiblemente el tiempo vaya dando cuenta de una forma
sorda hasta transformarlo en una visión que solo trae un pellizco de extrañeza
al contemplarlo de nuevo.
Una tarde de
hace tres años estaba yo delante de este mismo teclado redactando en
inglés mi CV. Pocas semanas después cogí un avión a Inglaterra llevando como
único compañero a este mismo C.V en una
carpeta. Es curioso cómo la mente intenta prepararte para el reto de lo
desconocido haciendo malabares con las
debilidades y las habilidades.
Matizando unas, subrayando otras, borrando alguna línea, maquillando un
curriculum mental con el que te enfrentas a lo que hay al final de la
escalerilla del avión. Si hoy me visitase un espíritu burlón que me devolviese
al día en el que redacté mi curriculum, el de papel y el mental, sin duda
borraría, matizaría, añadiría y pondría en mayúsculas algunas que otras miles
de cosas.
Inglaterra
vista por alguien como yo, nacido al otro lado del canal de la Mancha, es un
lugar tremendamente impactante. Si tuviese que señalar aquello que más me llama
la atención es la fe ciega en el
individuo. Ni pareja, ni familia, ni sociedad, ni colectivo profesional está
por encima de la persona. Es la persona sin duda la medida de todas las cosas.
Es el individuo el que decide cómo vive y, si tiene la oportunidad, también
cómo muere. No hace falta decir quién es el amo de las opciones que se toman
entre esos dos momentos. Y esto que parece tan obvio y que cualquier español
podría compartir, no lo es tanto cuando uno disfruta de la trascendencia a la
que llega en este país. Voy a poner algún ejemplo por eso de darle color al
argumento. Hace algunos meses recibimos en el hospital a una persona en estado
tremendamente crítico. Sus opciones de sobrevivir pasaban únicamente por
someterse a una operación a la que seguirían sin ninguna duda semanas de
cuidados intensivos y posiblemente meses de hospitalización tras lo que nadie
podría asegurar que no sufriese alguna discapacidad pero sí que alteraría de
forma considerable su forma de vida. El tremendo dilema al que nos enfrentamos
en el hospital fue la absoluta
incapacidad de encontrar alguna persona en la que este paciente hubiese
depositado la potestad de decidir por él en una situación semejante. Lo que sí
encontramos fue una familia extensa en el pasillo que debatía acerca de lo que
el paciente decidiría si pudiera. La decisión final me dejó absolutamente
helado; retirar la ventilación mecánica e intentar alcanzar un mágico
equilibrio farmacológico para que el paciente pudiese estar despierto y sin
dolor el tiempo suficiente para conocer su estado y tomar una decisión. Aquel
hombre decidió no someterse a cirugía alguna y pidió que prolongásemos la
medicación que recibía el tiempo suficiente para despedirse de su familia. Y
así sucedió. Es la persona la que decide para aceptar o para rechazar y sus
decisiones son respetadas hasta el extremo. Al paciente se le explican todos y
cada uno de los procedimientos a los que se le va a someter tanto si está
despierto, sedado o incluso si ya ha fallecido.
No quiero dar
a entender que situar al individuo sobre el grupo sea siempre la mejor opción.
El hecho es que esta premisa tiñe todas y cada una de las dinámicas sociales y
económicas de la sociedad, matizando todos los conceptos hasta el punto que
habría que redefinirlos en lugar de traducirlos. El concepto de libertad, de
negocio, de grupo y de líder, de oportunidad, de crítica, de
determinación y de determinismo, adquiere matices que lo transforman drásticamente.
Dice Perez
Reverte que España tuvo la oportunidad de cambiar el rumbo de su historia en
dos momentos, el Concilio de Trento y en la Guerra de la Independencia, y que
en ambos nos quedamos con la oscuridad y descartamos el progreso. Elegimos el dios
oscuro, el pecado, el miedo y la necesidad de un chamán oficial, ya sea cura o
marques que guiase al pueblo al que se le había retirado la opción de aprender
a leer y a decidir. Y así, mientras en el norte las imprentas giraban vomitando
textos que los curas, presbíteros, predicadores y maestros utilizaban para
enseñar a leer a los hijos de granjeros o artesanos que serían capaces de negociar con lo que producían, en el sur los
curas, como toda lectura, leían las misas en latín, perpetuando durante siglos
una falta de oportunidad con olor a incienso.
No hace falta
decir que priest y teacher son conceptos tanto masculinos
como femeninos, lo que lamentablemente no sucede con cura y maestro. Así, en un
segundo, en el sur de Europa aparcamos a los hombres en el campo y la dependencia en el cura o en
el patrón y apartamos a las mujeres de la cultura y las relegamos al hogar, al
fogón y a los partos.
Para una
sociedad en la que el valor del sujeto está por debajo del valor del grupo las
iniciativas individuales suponen una amenaza para el líder o los líderes por lo
que deben ser abortadas. En España esto
se ha conseguido satanizando cualquier movimiento que atente contra el
equilibrio. Se tolera la charla mordaz, el chiste inteligente, la protesta de
tasca, la tertulia que arregla el mundo mientras dura el descanso del enésimo
partido del siglo. Se permite el insulto, la ridiculización, la chufla al
político, al empresario, al sindicato, siempre y cuando no hagas nada más que
no votar en las siguientes elecciones sindicales o votar en blanco en las
generales o pintar una mierda humeante en la papeleta de las europeas y colgar
la foto en el twitter. Eso está bien, no vale para cambiar nada, así que está
estupendo. En el fondo no es más que un
“si los curas comieran piedras del rio” o “los borbones se casaban entre primos
y son medio retrasados” en versión 2.0 y con el mismo efecto transformador, es
decir ninguno.
En Japon
existe el dicho 出る釘は打たれる (deru kugi wa utareru) que significa algo así como
“el clavo que sobresale se lleva el martillazo”, lo que me resulta una
maravillosa expresión del respeto extremo por el grupo. No hace falta decir que
para ilustrar este amor por el plural, los japoneses inventaron el concepto
kamikaze que creo que en traducción directa significa “viento de dios”. En
España nos ha gustado más morir “por Dios, la Patria y el Rey”, que en el fondo
no deja de ser un dicho muy kamikaze pero más a lo ibérico. Total amor por el
grupo, por lo que general, lo lento, lo inmutable, enfermizo deseo del “o todos
o ninguno”, carencia absoluta de aprecio por lo que no fluya a favor de la
corriente social, aunque ya no fluya de puro estancada y podrida.
Me gusta
Debussy porque me recuerda a mi infancia, a la música de un programa para niños
un poco raro que ponían en la tele cuando tenía seis o siete años. Oigo su música cuando escribo porque me hace
sentirme libre. Decía el propio Debussy ante los que criticaban su falta de
adhesión a las normas de composición que
la música está libre de patrones, sólo está construida sobre un patrón que nada
interrumpe y que nunca la hace volver sobre sí misma. La música nace de una
sola persona, es la expresión de sus miedos o deseos, de un estado anímico
individual. Nunca nacerá una melodía nueva de un coro o de una orquesta.
El individuo
como la última expresión de la condena a ser libre. El extremo respeto por esa
libertad individual como máxima expresión de la sociedad humana.
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